La esposa de Normando Hernández, preso del grupo de los 75, me pidió difundir estas informaciones. saludos. MBR
DESASOCIEGO.
Si caliope me abrazara
Yo les pudiera contar
Lo que en mi vida es un altar
Y en versos lo plasmara.
Resulta que en mi país
Gobierna un tirano
Y yo, como buen cubano
Oponérmele decidí.
Y a través del periodismo
Inicié el combate:
Denunciando el sofismo…
Del déspota gobernante.
Después de arduo trabajo
Hostigado y perseguido,
Por un gobierno bandido,
Venenoso y muy bajo;
Una ola represiva
A este cubano estremeció.
Al mundo entero entristeció
Por lo cruel de su ofensiva.
Esa tarde primaveral
Mi morada registraron
Y el terror implantaron
En el seno familiar…
Escapé de esa redada
Subiéndome en un árbol;
Cuando una linda hada
Cegó, sus ojos de mármol.
De noche del árbol bajé
Y en mi casa me metí,
Bajo la cama me escondí
Hasta el día que me entregué.
Bajo la cama estando
Gran sufrimiento padecía,
Al escuchar la hija mía
Por su padre preguntando…
- ¿Mami, mi papá dónde está?
- Mi reina, está aquí él,
En tu corazón. ¡Y está allá!,
Siendo a tu patria fiel.
Decía mi esposa a mi hija
Y en su pecho la estrechaba;
Y yo miraba, miraba
Lágrimas en sus mejillas.
Al transcurrir cinco días
De ellas me separaron
Y los ángeles lloraron
Igual que la hija mía.
E inundaron los vecinos
Las calles y los portales
Y a mi familia unidos
Oraron por los mortales.
Al ver a este hombre de ideas
Ir custodiado y preso;
Me tiraron muchos besos
Y gritaron; “bendito seas”
Y gemí por la tristeza
De mi hija y de mi pueblo,
Y marché como hombre nuevo
Rebosado de firmeza…
Mientras estuve escondido
Tremendo alboroto armaron
Y con perros me buscaron
Como si fuera un bandido.
Transcurrieron diez días
Y en una obra teatral
Un búho y una arpía…
Quisieron matar mi moral;
Y al no poderlo lograr
A la cárcel me enviaron;
Y en Cuba y allende del mar
Los amigos se indignaron.
Me privaron de libertad
Veinticinco lindos años;
Me hicieron mucho daño
Por decir solo la verdad.
Ahora en la cárcel estoy
Con la frente enhiesta
Y cargando la ballesta,
Con Dios, hacia delante voy.
LO MÁS TRISTE.
No hay
Nada más triste
Que abrir los ojos
Y no tenerte:
Libertad.
YARAÍ
Cuando
Menciono tu nombre
Hablo de excelente esposa,
Magnífica madre,
Buena hija.
Cuando
Menciona tu nombre
Hablo de mi corazón
De mi alma,
De mi vida.
De amor hablo.
Hablo de amor cuando
Menciono tu nombre.
¿POR QUÉ?
Por qué cierro los ojos y veo
Una efímera novia,
A la ansiada esposa, a la amada hija
Por qué cierro los ojos y veo
El poste de la electricidad
Y a un papalote aleteando entre los cables.
Por qué cierro los ojos y veo
A un niño bateando una piedra
Y a otros – sin guantes – jugando al béisbol.
Por qué cierro los ojos y veo
A la anciana vecina,
A los bohemios amigos…
Por qué cierro los ojos y veo
A mi amadísima madre
Desaparecer tras la puerta del aeropuerto.
Por qué cierro los ojos y veo
En mi vetusta máquina de escribir,
Escribiendo la última crónica.
Por qué abro los ojos veo
Cuatro paredes blancas y una reja. ¿Por qué?
POR HAMBRE
Si caliope me abrazara
Yo les pudiera contar
Lo que en mi vida es un altar
Y en versos lo plasmara.
Resulta que en mi país
Gobierna un tirano
Y yo, como buen cubano
Oponérmele decidí.
Y a través del periodismo
Inicié el combate:
Denunciando el sofismo…
Del déspota gobernante.
Después de arduo trabajo
Hostigado y perseguido,
Por un gobierno bandido,
Venenoso y muy bajo;
Una ola represiva
A este cubano estremeció.
Al mundo entero entristeció
Por lo cruel de su ofensiva.
Esa tarde primaveral
Mi morada registraron
Y el terror implantaron
En el seno familiar…
Escapé de esa redada
Subiéndome en un árbol;
Cuando una linda hada
Cegó, sus ojos de mármol.
De noche del árbol bajé
Y en mi casa me metí,
Bajo la cama me escondí
Hasta el día que me entregué.
Bajo la cama estando
Gran sufrimiento padecía,
Al escuchar la hija mía
Por su padre preguntando…
- ¿Mami, mi papá dónde está?
- Mi reina, está aquí él,
En tu corazón. ¡Y está allá!,
Siendo a tu patria fiel.
Decía mi esposa a mi hija
Y en su pecho la estrechaba;
Y yo miraba, miraba
Lágrimas en sus mejillas.
Al transcurrir cinco días
De ellas me separaron
Y los ángeles lloraron
Igual que la hija mía.
E inundaron los vecinos
Las calles y los portales
Y a mi familia unidos
Oraron por los mortales.
Al ver a este hombre de ideas
Ir custodiado y preso;
Me tiraron muchos besos
Y gritaron; “bendito seas”
Y gemí por la tristeza
De mi hija y de mi pueblo,
Y marché como hombre nuevo
Rebosado de firmeza…
Mientras estuve escondido
Tremendo alboroto armaron
Y con perros me buscaron
Como si fuera un bandido.
Transcurrieron diez días
Y en una obra teatral
Un búho y una arpía…
Quisieron matar mi moral;
Y al no poderlo lograr
A la cárcel me enviaron;
Y en Cuba y allende del mar
Los amigos se indignaron.
Me privaron de libertad
Veinticinco lindos años;
Me hicieron mucho daño
Por decir solo la verdad.
Ahora en la cárcel estoy
Con la frente enhiesta
Y cargando la ballesta,
Con Dios, hacia delante voy.
LO MÁS TRISTE.
No hay
Nada más triste
Que abrir los ojos
Y no tenerte:
Libertad.
YARAÍ
Cuando
Menciono tu nombre
Hablo de excelente esposa,
Magnífica madre,
Buena hija.
Cuando
Menciona tu nombre
Hablo de mi corazón
De mi alma,
De mi vida.
De amor hablo.
Hablo de amor cuando
Menciono tu nombre.
¿POR QUÉ?
Por qué cierro los ojos y veo
Una efímera novia,
A la ansiada esposa, a la amada hija
Por qué cierro los ojos y veo
El poste de la electricidad
Y a un papalote aleteando entre los cables.
Por qué cierro los ojos y veo
A un niño bateando una piedra
Y a otros – sin guantes – jugando al béisbol.
Por qué cierro los ojos y veo
A la anciana vecina,
A los bohemios amigos…
Por qué cierro los ojos y veo
A mi amadísima madre
Desaparecer tras la puerta del aeropuerto.
Por qué cierro los ojos y veo
En mi vetusta máquina de escribir,
Escribiendo la última crónica.
Por qué abro los ojos veo
Cuatro paredes blancas y una reja. ¿Por qué?
POR HAMBRE
Por: Normando Hernández González.
Respira anhelosamente. Intenta correr, pero una fuerza sobre natural lo detiene. El corazón quiere salírsele por la boca. Da un grito, y con temblorosa mano saca el punzón que siempre trae en el bolsillo del pantalón y con los ojos desorbitados, se incorpora en la litera. Osmel, mira hacia todos lados y se da cuenta que tenía una pesadilla. Pesadilla que está seguro que se hará realidad.
Aún asustado siente como las tripas se le retuercen de hambre en lo más profundo de su alma y rechinando los dientes dice:
- Maldita hambre. Si no fuera por ti, no estaría preso y mucho menos a punto de perder la moral o de matar a…
- ¡He! ¿rezando? – la pregunta sorprende a Osmel, quien se vira y ve a Martín que mordiéndose el labio inferior le dice:
- No reces tanto y búscame la plata que me debes, porque ni Dios de esta te salva. Te quedan unas horas para que me pagues o ya tú sabes… y amasándose los testículos, antes de marcharse, le repite: - ya tú sabes lo que te espera.
Osmel se desploma en le colchón, se hace un ovillo y con la cabeza entre las manos trata de controlar el temblor que lo domina. Adormecido piensa como le ha mentido, una y mil veces, a su madre diciéndole que está preso junto a personas con delitos menores como el de él y no con violadores, psicópatas ni asesinos. Que los reclusos que con él conviven no son peligrosos.
La algarabía de los presos que se preparan para el recuento de las seis de la mañana, saca a Osmel del sopor en el que se encuentra y dando tumbos se dirige a formar para que lo cuenten.
Una vez pasado el recuento al matón de Martín se encamina, nuevamente, a donde está Osmel y le dice:
- Bueno conejito, está llegando la hora. Tu mamá vienen a la visita por la mañana, así que yo pienso que por la tarde tú tengas mi plata; sino ya tú sabes… ya tú sabes lo que te espera esta noche…- y dándole la espalda se dirige al baño.
El cerebro de Osmel trabaja a 100 rpm porque sabe que su mamá no le traerá dinero. En primer lugar porque ella no sabe de que él está endeudado y, en segundo lugar porque el mísero salario que el Estado le paga no le alcanza ni para comer.
Osmel también sabe que el que está preso por violar niños, mujeres o asesinar no piensa ni actúa igual al que está en prisión por haber robado para comer. Pero más que nada sabe que si no hace un buen papel con Martín, el año que le queda en la cárcel será infernal para él. Por lo que el menor, apodo por lo que los presos llaman a Osmel, parado al lado de la litera con la cabeza agachada, el estómago escalofriado de hambre y de miedo y las manos metidas en los bolsillos del pantalón; asecha con el rabito del ojo, a Martín, que viene del baño como si pasara por la alameda, sin preocupación alguna, saboreándose los labios, agarrándose los testículos y atravesándolo con fría mirada. Fría mirada que provoca que la sangre al menos le corra por las venas a la velocidad de a luz, que el corazón se le acelere y con la mente oscurecida apriete, con toda su fuerza, el punzón que esconde en el bolsillo y con sabor a sangre en la boca, moviendo imperceptiblemente los resecos labios diga:
- Martín, huele a muerto.
Aún asustado siente como las tripas se le retuercen de hambre en lo más profundo de su alma y rechinando los dientes dice:
- Maldita hambre. Si no fuera por ti, no estaría preso y mucho menos a punto de perder la moral o de matar a…
- ¡He! ¿rezando? – la pregunta sorprende a Osmel, quien se vira y ve a Martín que mordiéndose el labio inferior le dice:
- No reces tanto y búscame la plata que me debes, porque ni Dios de esta te salva. Te quedan unas horas para que me pagues o ya tú sabes… y amasándose los testículos, antes de marcharse, le repite: - ya tú sabes lo que te espera.
Osmel se desploma en le colchón, se hace un ovillo y con la cabeza entre las manos trata de controlar el temblor que lo domina. Adormecido piensa como le ha mentido, una y mil veces, a su madre diciéndole que está preso junto a personas con delitos menores como el de él y no con violadores, psicópatas ni asesinos. Que los reclusos que con él conviven no son peligrosos.
La algarabía de los presos que se preparan para el recuento de las seis de la mañana, saca a Osmel del sopor en el que se encuentra y dando tumbos se dirige a formar para que lo cuenten.
Una vez pasado el recuento al matón de Martín se encamina, nuevamente, a donde está Osmel y le dice:
- Bueno conejito, está llegando la hora. Tu mamá vienen a la visita por la mañana, así que yo pienso que por la tarde tú tengas mi plata; sino ya tú sabes… ya tú sabes lo que te espera esta noche…- y dándole la espalda se dirige al baño.
El cerebro de Osmel trabaja a 100 rpm porque sabe que su mamá no le traerá dinero. En primer lugar porque ella no sabe de que él está endeudado y, en segundo lugar porque el mísero salario que el Estado le paga no le alcanza ni para comer.
Osmel también sabe que el que está preso por violar niños, mujeres o asesinar no piensa ni actúa igual al que está en prisión por haber robado para comer. Pero más que nada sabe que si no hace un buen papel con Martín, el año que le queda en la cárcel será infernal para él. Por lo que el menor, apodo por lo que los presos llaman a Osmel, parado al lado de la litera con la cabeza agachada, el estómago escalofriado de hambre y de miedo y las manos metidas en los bolsillos del pantalón; asecha con el rabito del ojo, a Martín, que viene del baño como si pasara por la alameda, sin preocupación alguna, saboreándose los labios, agarrándose los testículos y atravesándolo con fría mirada. Fría mirada que provoca que la sangre al menos le corra por las venas a la velocidad de a luz, que el corazón se le acelere y con la mente oscurecida apriete, con toda su fuerza, el punzón que esconde en el bolsillo y con sabor a sangre en la boca, moviendo imperceptiblemente los resecos labios diga:
- Martín, huele a muerto.
El Sueño del Presidiario
Normando Hernández González
Juan Miguel nunca imaginó que apenas dos horas de salir de la prisión haría realidad su sueño. Fueron diez largos años soñando casi todas las noches e incluso hasta por el día y con los ojos abiertos lo que estaba por hacer.
La impaciencia, el nerviosismo no lo deja concentrarse. Se pellizca porque no cree que de un momento a otro hará. Toma un vaso lleno de crema de menta que tiene encima de la mesa y se da un trago, pues con la sangre fría no puede realizar su sueño. Camina desesperado por toda la sala. Se para frente a un portarretrato que cuelga de la pared. Portarretrato que tiene la fotografía de la mujer que durante diez años lo ha torturado en sus sueños. Allí, abordo, contemplando la imagen fotográfica de Tamara, recuerda como la encontró hace alrededor de dos horas.
- ¿Crees en el destino? – fue lo primero que Juan Miguel preguntó a Tamara, después de que ambos intercambiaran varias miradas. Después de darse cuenta de que la mujer que en la parada estaba sentada a su lado no podía contenerse y lo miraba con insistencia, escudriñando detalles de su rostro, de su cuerpo, como tratando de descubrir algo nuevo. El, hacía lo mismo. Pero con la seguridad de que ella era la mujer con la que él tanto soñó durante diez años. Solo le quedaba trazar un plan para a ser realidad se sueño.
- Sí creo - respondió Tamara, con risita cómplice, nerviosa y derritiéndose toda. Respuesta que primeramente la dio con sus ovalados ojos verdes. Ojos verdes que perturbaron y vigilaron el sueño del presidiario durante diez años. Ojos verdes que hablaban. Ojos verdes que intranquilos miraban, inspeccionaban y devoraban el grácil rostro del joven. Ojos verdes que con deseos carnales se apozaron en los finos labios de Juan Miguel. Lujuriosos ojos verdes.
“Todo será más fácil de lo que pensé” Decía para sus adentros el presidiario que mientras estuvo en la cárcel estudió disímiles variantes para cuando se le diera la oportunidad realizar su sueño. Y con mente calculadora, sangre de horchata y corazón apasionado al percibir la provocación de Tamara, intuyó que la mejor forma para conseguir su objetivo era aplicar el quinto secreto del amor abundante: el poder del contacto físico. Y lo puso en práctica. Tomó una de las finas y delicadas manos de la joven y con ternura premeditada volvió a preguntar:
- ¿Y en al amor a primera vista?
- También creo – respondió Tamara, bajando la cabeza con los cachetes encendidos, la piel de los brazos erizada de emoción y apretando ligeramente la nervuda mano del hombre.
El sonido de ser abierta y cerrada la puerta del baño, hace volver a Juan Miguel a la realidad, quien se vira y ve flotando en el aire el largo, ondeado y negro pelo de Tamara. Baja la vista y la respiración de le tranca al observar el preso el cuerpo acabado de salir de la ducha. Las empinadas y macizas nalgas que acompasadas suben y bajan semicubiertas por un seductor bobito y los sabrosos muslos que dan paso a torneadas piernas que raudas hacen desaparecer a la joven tras la puerta del cuarto.
Juan Miguel empina el codo y de un solo trago deglute la menta que le queda en el vaso. Momento seguido escucha la sensual voz de Tamara, invitándola la acompañe. No duda ni un momento y, cual toro salvaje, echando humo por la nariz, se encamina con los pasos seguros al cuarto. Abre la puerta, y allí, de espalda a la cama y parada frente a él, está la mujer de sus sueños, con los brazos abiertos, ofreciéndosele.
El cuerpo de Tamara, cubierto tan solo por un transparente bobito, deja a Juan Miguel inhibido, quién solo atina a deleitarse contemplando los atómicos senos con rosados y puntiagudos pezones. La abultada pelvis que depilada invita a que la acaricien… Asimismo contemplando el plano abdominal, la delicada Cintra y los potentes muslos de sirena. Todo en ella es perfecto. Perfecto y sensual que lo hacen irresistible. Hasta exhala buena salud de hembra apetitosa.
Tamara toma iniciativa. Da unos pasos adelante. Estrecha entre sus brazos al asombrado joven. Cierra los ojos, respira profundo y con esponjosos y carnosos labios besa la boca de Juan Miguel.
El presidiario siente como la lengua de Tamara se dilue, cual terrón de azúcar, dentro dentro de sí. Se enrojece cuando la lisa y delicada piel de la mujer de sus sueños se pega a la de él y lo quema con fuego abrazar fundiendo los dos cuerpos en uno. El corazón del presidiario late de prisa, la sangre fluye por las arterias como si las fuera a reventar, la mente se le transforma e introduce la mano en el bolsillo trasero de pitusa y extrae una navaja. Navaja que lo acompaña hace diez largos años y con la cual siempre pensó hacer realidad su sueño. Y de forma mecánica aparta el pelo que cubre el cuello de la joven, y desesperado, con los ojos inyectados de pasión de un navajazo y luego otro, y otro, y otro más… haciendo jirones el provocador bobito que cubría el cuerpo de la ninfa.
Juan Miguel se deshace de sus ropas. Empuja a Tamara para encima de la cama, se tira encima de ella y abrazados ruedan por toca la cama y caen al piso. Juan Miguel con todo su rostro masajea, besa, muerde, chupa… los pezones de los cilíndricos y duros senos de Tamara, se zambulle en el clítoris mientras que con las manos acaricia el terso cuerpo que se retuerce, gime, arde…de placer. El cuerpo de la hembra en celo que pide, que exige la muerda, lo aprieten, lo estrujen, lo gocen, lo posean…
La excitación de ambos es tan grande que puede sentirse el zumbido de la sangre en sus venas. Tamara no aguanta más el placer que le proporciona Juan Miguel cuando la alengua le lama el clítoris, cuando con los labios se lo chupa y cuando con los dientes se lo come dándole pequeñas mordidas que agritos pide que la penetren…
Tamara hala el potente hombre, le chupetea el pecho y enroscándolo entre sus ricos muslos le regala la húmeda cueva, encharcada ya, de fragancias de amor, para que el presidiario con la flamígera antorcha le explore, la queme por dentro.
Juan Miguel se acomoda y se excita mucho más al ver como Tamara, cuan bailarina de ballet, abre las piernas y muestra la caliente e inflamada vulva destilando, chorreando de satisfacción y en pleno clímax lo busca con acompasados movimientos de cintura gritándole:
- ¡Penétrame ya!... ¡Penétrame!... ¡Penétrame con fuerza!... ¡métemela!... ¡goózame!... ¡goózame!... y siente como la sacuden por los hombros, la halan por los pies sacándolo de encima de Tamara y le dicen: Recuento.
La impaciencia, el nerviosismo no lo deja concentrarse. Se pellizca porque no cree que de un momento a otro hará. Toma un vaso lleno de crema de menta que tiene encima de la mesa y se da un trago, pues con la sangre fría no puede realizar su sueño. Camina desesperado por toda la sala. Se para frente a un portarretrato que cuelga de la pared. Portarretrato que tiene la fotografía de la mujer que durante diez años lo ha torturado en sus sueños. Allí, abordo, contemplando la imagen fotográfica de Tamara, recuerda como la encontró hace alrededor de dos horas.
- ¿Crees en el destino? – fue lo primero que Juan Miguel preguntó a Tamara, después de que ambos intercambiaran varias miradas. Después de darse cuenta de que la mujer que en la parada estaba sentada a su lado no podía contenerse y lo miraba con insistencia, escudriñando detalles de su rostro, de su cuerpo, como tratando de descubrir algo nuevo. El, hacía lo mismo. Pero con la seguridad de que ella era la mujer con la que él tanto soñó durante diez años. Solo le quedaba trazar un plan para a ser realidad se sueño.
- Sí creo - respondió Tamara, con risita cómplice, nerviosa y derritiéndose toda. Respuesta que primeramente la dio con sus ovalados ojos verdes. Ojos verdes que perturbaron y vigilaron el sueño del presidiario durante diez años. Ojos verdes que hablaban. Ojos verdes que intranquilos miraban, inspeccionaban y devoraban el grácil rostro del joven. Ojos verdes que con deseos carnales se apozaron en los finos labios de Juan Miguel. Lujuriosos ojos verdes.
“Todo será más fácil de lo que pensé” Decía para sus adentros el presidiario que mientras estuvo en la cárcel estudió disímiles variantes para cuando se le diera la oportunidad realizar su sueño. Y con mente calculadora, sangre de horchata y corazón apasionado al percibir la provocación de Tamara, intuyó que la mejor forma para conseguir su objetivo era aplicar el quinto secreto del amor abundante: el poder del contacto físico. Y lo puso en práctica. Tomó una de las finas y delicadas manos de la joven y con ternura premeditada volvió a preguntar:
- ¿Y en al amor a primera vista?
- También creo – respondió Tamara, bajando la cabeza con los cachetes encendidos, la piel de los brazos erizada de emoción y apretando ligeramente la nervuda mano del hombre.
El sonido de ser abierta y cerrada la puerta del baño, hace volver a Juan Miguel a la realidad, quien se vira y ve flotando en el aire el largo, ondeado y negro pelo de Tamara. Baja la vista y la respiración de le tranca al observar el preso el cuerpo acabado de salir de la ducha. Las empinadas y macizas nalgas que acompasadas suben y bajan semicubiertas por un seductor bobito y los sabrosos muslos que dan paso a torneadas piernas que raudas hacen desaparecer a la joven tras la puerta del cuarto.
Juan Miguel empina el codo y de un solo trago deglute la menta que le queda en el vaso. Momento seguido escucha la sensual voz de Tamara, invitándola la acompañe. No duda ni un momento y, cual toro salvaje, echando humo por la nariz, se encamina con los pasos seguros al cuarto. Abre la puerta, y allí, de espalda a la cama y parada frente a él, está la mujer de sus sueños, con los brazos abiertos, ofreciéndosele.
El cuerpo de Tamara, cubierto tan solo por un transparente bobito, deja a Juan Miguel inhibido, quién solo atina a deleitarse contemplando los atómicos senos con rosados y puntiagudos pezones. La abultada pelvis que depilada invita a que la acaricien… Asimismo contemplando el plano abdominal, la delicada Cintra y los potentes muslos de sirena. Todo en ella es perfecto. Perfecto y sensual que lo hacen irresistible. Hasta exhala buena salud de hembra apetitosa.
Tamara toma iniciativa. Da unos pasos adelante. Estrecha entre sus brazos al asombrado joven. Cierra los ojos, respira profundo y con esponjosos y carnosos labios besa la boca de Juan Miguel.
El presidiario siente como la lengua de Tamara se dilue, cual terrón de azúcar, dentro dentro de sí. Se enrojece cuando la lisa y delicada piel de la mujer de sus sueños se pega a la de él y lo quema con fuego abrazar fundiendo los dos cuerpos en uno. El corazón del presidiario late de prisa, la sangre fluye por las arterias como si las fuera a reventar, la mente se le transforma e introduce la mano en el bolsillo trasero de pitusa y extrae una navaja. Navaja que lo acompaña hace diez largos años y con la cual siempre pensó hacer realidad su sueño. Y de forma mecánica aparta el pelo que cubre el cuello de la joven, y desesperado, con los ojos inyectados de pasión de un navajazo y luego otro, y otro, y otro más… haciendo jirones el provocador bobito que cubría el cuerpo de la ninfa.
Juan Miguel se deshace de sus ropas. Empuja a Tamara para encima de la cama, se tira encima de ella y abrazados ruedan por toca la cama y caen al piso. Juan Miguel con todo su rostro masajea, besa, muerde, chupa… los pezones de los cilíndricos y duros senos de Tamara, se zambulle en el clítoris mientras que con las manos acaricia el terso cuerpo que se retuerce, gime, arde…de placer. El cuerpo de la hembra en celo que pide, que exige la muerda, lo aprieten, lo estrujen, lo gocen, lo posean…
La excitación de ambos es tan grande que puede sentirse el zumbido de la sangre en sus venas. Tamara no aguanta más el placer que le proporciona Juan Miguel cuando la alengua le lama el clítoris, cuando con los labios se lo chupa y cuando con los dientes se lo come dándole pequeñas mordidas que agritos pide que la penetren…
Tamara hala el potente hombre, le chupetea el pecho y enroscándolo entre sus ricos muslos le regala la húmeda cueva, encharcada ya, de fragancias de amor, para que el presidiario con la flamígera antorcha le explore, la queme por dentro.
Juan Miguel se acomoda y se excita mucho más al ver como Tamara, cuan bailarina de ballet, abre las piernas y muestra la caliente e inflamada vulva destilando, chorreando de satisfacción y en pleno clímax lo busca con acompasados movimientos de cintura gritándole:
- ¡Penétrame ya!... ¡Penétrame!... ¡Penétrame con fuerza!... ¡métemela!... ¡goózame!... ¡goózame!... y siente como la sacuden por los hombros, la halan por los pies sacándolo de encima de Tamara y le dicen: Recuento.
El Ciego
Normando Hernández González
Ahí está. Como todas las mañanas. Sentado en el banco de madera ubicado bajo el álamo del lado norte del parque. ¿Qué se traerá ese joven entre manos? ¿A quién pretende engañar? Son preguntas que todos los días me hago cuando lo veo sosteniendo, entre sus regordetas manos, un libro, y ensimismado, hundido, metido dentro de sus páginas frunce el entrecejo, respira apasionadamente y exterioriza en su rostro y cuerpo cuantas amarguras o deleites trasmite una concentrada lectura. De hoy no pasa que descubra el misterio del ciego que lee.
Decido dirigirme hacia donde está sentado el invidente. Estoy a pocos pasos de él, uno, dos, y ni por enterado se da de mi presencia. Tan absorto está en la lectura, tan apartado de todo que transito varias veces delante de él y no sale de su letargo. Me para frente a frente. Lo veo muy de cerca. Tiene las piernas cruzadas, el bastón entre las mimas extendiéndose desde el piso hasta la altura de los fornidos hombros. Observo las oscuras gafas donde refugia sus ojos; el pelo negro, lacio y bien peinado; y la nariz perfilada que no contrasta con la redonda cara y el hercúleo cuerpo. Pero eso sí, su aspecto general es saludable y la juventud de unos treta y cinco años, cuando más, le reboso por los poros.
Me acerco. Me acerco tanto inclinándome hacia él que puedo sentir su respiración. Levanto las manos y las muevo haciendo sombra a la altura de sus ojos para ver si lo puedo sacar de las páginas del libro. Pero nada. Mis piruetas son en vano. Entonces todo, carraspeo y es cuando el ciego con una leve sonrisa, sin ápice de incómodo levanta la cabeza y dice:
- Buenos días ¿En qué puedo servirle?
La naturalidad del joven me sorprende. No sé que decirle. Solo atino a responderle los buenos días y a pedirle permiso para compartir el banco conde está sentado. Y me responde:
- No hay problema. Pero cuide de que su perro no se coma la merienda que tengo en la bolsa que a mi lado se encuentra.
Lo queme dice, me asombra. ¿Cómo este hombre que no ve, sabe que me acompaña un perro? Me siento y me digo:
- Perdone amigo ¿Es usted ciego?
- Sí. Soy ciego.
Al escuchar su respuesta esparramo los ojos y la boca, saco la lengua y desorbitadamente la muevo; me revuelvo el pelo; inclino violentamente la cabeza hacia delante, luego hacia atrás, después en todas las direcciones; resoplo como un caballo; levanto los brazos al cielo; suelto una carcajada, luego otra; hago silencio; respiro profundamente y con insolente tono, sin dejar de hacer payasadas con las manos, el rostro y todo el cuerpo; arremeto contra el ciego diciéndole:
- ¡Creo que está usted riéndose de mí! Hace varios días vengo observándolo y su conducta no es la de un ciego normal. Hasta puede justificar que haya descubierto que me acompaña un perro, por eso de que a las personas que tienen afectado un sentido se le desarrollan los demás y usted pudo haber percibido el característico olor de estos animales. Pero lo que si no puede justificar es que siendo ciego como usted dice que es, pueda leer y experimentar el gozo de la lectura. Si no eres ciego, puedes apreciar que puedo ser su abuelo y las canas que peino merecen respeto. Y si en realidad es ciego, le ruego, y no lo considere una falta de respeto, diga a este curioso viejo; que no quiere irse para la tumba con tan gran misterio carcomiéndole los huesos, ¿Cómo es posible que usted pueda leer siendo ciego?
Pensé que iba a sacar al joven se sus cabales. Pero ni con las burlas ni la insolencia surtieron efecto en el ciego con tremenda educación escuchó todo lo que le dije y pienso que hasta vio la forma en que se lo dije, por que en cada una de mis muecas el rostro se le contraía. Cuando concluí mi bufonada, el ciego cerro el libro, lo puso encima de su regazo y acariciando la carátula con las yemas de los dedos comenzó a decirme con palabras pausadas, pero bien entonadas:
- ¡Hay amigo! Usted, es más ciego que yo. Recuerde el refrán que dice: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Hace quince años que soy ciego y desde entonces, veo más que cuando miraba hacia donde otros querían.
Y pidiéndome permiso se paró del banco. Y abriéndose paso con el bastón, la merienda en la mano y el libro bajo el brazo, fue alejándose de mí hasta que lo perdí de vista
Decido dirigirme hacia donde está sentado el invidente. Estoy a pocos pasos de él, uno, dos, y ni por enterado se da de mi presencia. Tan absorto está en la lectura, tan apartado de todo que transito varias veces delante de él y no sale de su letargo. Me para frente a frente. Lo veo muy de cerca. Tiene las piernas cruzadas, el bastón entre las mimas extendiéndose desde el piso hasta la altura de los fornidos hombros. Observo las oscuras gafas donde refugia sus ojos; el pelo negro, lacio y bien peinado; y la nariz perfilada que no contrasta con la redonda cara y el hercúleo cuerpo. Pero eso sí, su aspecto general es saludable y la juventud de unos treta y cinco años, cuando más, le reboso por los poros.
Me acerco. Me acerco tanto inclinándome hacia él que puedo sentir su respiración. Levanto las manos y las muevo haciendo sombra a la altura de sus ojos para ver si lo puedo sacar de las páginas del libro. Pero nada. Mis piruetas son en vano. Entonces todo, carraspeo y es cuando el ciego con una leve sonrisa, sin ápice de incómodo levanta la cabeza y dice:
- Buenos días ¿En qué puedo servirle?
La naturalidad del joven me sorprende. No sé que decirle. Solo atino a responderle los buenos días y a pedirle permiso para compartir el banco conde está sentado. Y me responde:
- No hay problema. Pero cuide de que su perro no se coma la merienda que tengo en la bolsa que a mi lado se encuentra.
Lo queme dice, me asombra. ¿Cómo este hombre que no ve, sabe que me acompaña un perro? Me siento y me digo:
- Perdone amigo ¿Es usted ciego?
- Sí. Soy ciego.
Al escuchar su respuesta esparramo los ojos y la boca, saco la lengua y desorbitadamente la muevo; me revuelvo el pelo; inclino violentamente la cabeza hacia delante, luego hacia atrás, después en todas las direcciones; resoplo como un caballo; levanto los brazos al cielo; suelto una carcajada, luego otra; hago silencio; respiro profundamente y con insolente tono, sin dejar de hacer payasadas con las manos, el rostro y todo el cuerpo; arremeto contra el ciego diciéndole:
- ¡Creo que está usted riéndose de mí! Hace varios días vengo observándolo y su conducta no es la de un ciego normal. Hasta puede justificar que haya descubierto que me acompaña un perro, por eso de que a las personas que tienen afectado un sentido se le desarrollan los demás y usted pudo haber percibido el característico olor de estos animales. Pero lo que si no puede justificar es que siendo ciego como usted dice que es, pueda leer y experimentar el gozo de la lectura. Si no eres ciego, puedes apreciar que puedo ser su abuelo y las canas que peino merecen respeto. Y si en realidad es ciego, le ruego, y no lo considere una falta de respeto, diga a este curioso viejo; que no quiere irse para la tumba con tan gran misterio carcomiéndole los huesos, ¿Cómo es posible que usted pueda leer siendo ciego?
Pensé que iba a sacar al joven se sus cabales. Pero ni con las burlas ni la insolencia surtieron efecto en el ciego con tremenda educación escuchó todo lo que le dije y pienso que hasta vio la forma en que se lo dije, por que en cada una de mis muecas el rostro se le contraía. Cuando concluí mi bufonada, el ciego cerro el libro, lo puso encima de su regazo y acariciando la carátula con las yemas de los dedos comenzó a decirme con palabras pausadas, pero bien entonadas:
- ¡Hay amigo! Usted, es más ciego que yo. Recuerde el refrán que dice: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Hace quince años que soy ciego y desde entonces, veo más que cuando miraba hacia donde otros querían.
Y pidiéndome permiso se paró del banco. Y abriéndose paso con el bastón, la merienda en la mano y el libro bajo el brazo, fue alejándose de mí hasta que lo perdí de vista